Refiriéndose al campesino soriano, Antonio Machado afirma en uno de sus versos que desprecia cuanto ignora, afirmación incontestable, cuya contrapartida es el desdén de la clase burguesa -y aún intelectual- ante el quehacer campesino y la cultura de la tierra. En mi novela El disputado voto del señor Cayo, he expuesto este problema desde las dos variantes: la del intelectual -doblado en político- que desconoce absolutamente el medio rural, y la del labriego -sin desdoblar- para quien el mundo intelectual constituye un mundo críptico, impenetrable. Entiendo que en Castilla, esta desconexión es un hecho paladino. El ser urbano, ganado por la fiebre y los apremios de la ciudad, desconoce la realidad del campo, no distingue el trigo de la cebada ni un barbecho de un rastrojo, mientras el pueblerino no es capaz siquiera de imaginar qué significa un cine-club, un ateneo, o una sala de cultura. Obviamente, ellos no son los responsables de este estado de cosas sino sus víctimas. Un abandono de siglos, ha provocado la marginación de los pueblos de Castilla, perdidos entre los surcos como barcos a la deriva. Esto origina en el hombre rural, antes que desprecio hacia las clases letradas, una especie de resentimiento, aunque en el fondo lata una admiración soterrada hacia ellas, alentada por el convencimiento de que su acceso al mundo de la ilustración -al somero mundo de la ilustración del abecedario y las cuatro reglas- le liberarían de la servidumbre a que aludíamos dos capítulos más arriba. Este anhelo de elevarse, de dignificarse, de redimirse intelectualmente, se hizo más relevante -en algunos casos casi patético- en Castilla la Vieja, en la década de los 60, con motivo del fenómeno de la emigración del pueblo a la ciudad donde exigían unos mínimos conocimientos. Creo que en todo tiempo, sin embargo, el campesino ha admirado al escribano, al hombre letrado, aunque rebozara su admiración en una actitud desdeñosa, de aparente menosprecio.