Dicen que la guerra llegó a Madrid por la Casa de Campo, que era negra como las sanguijuelas, y que cada mañana subía la cuesta de San Vicente para devorar los peatones que cruzaban la Gran Vía. Dicen que a veces los tanques alemanes encañonaban a don Quijote en la plaza de España, y que si no lo volaron no fue por respeto, sino porque era difícil fijar un blanco tan flaco y miserable; aseguran que la mañana que el gobierno se marchó a Valencia, los conserjes cerraban las puertas de los ministerios y se guardaban las llaves, pero que a los pocos que quedaron en el Ministerio de Estado les salió de los cojones no cerrar y no cerraron.
Arturo Barea era entonces un marido farsante, un amante huidizo y un burgués con carnet de la UGT, y como sabía idiomas, le encargaron impedir que los corresponsales extranjeros dijeran al mundo que Madrid iba a caer.
La llama, última entrega de la Forja de un rebelde, es la historia del Madrid miliciano, el Madrid del Palace convertido en hospital de sangre, de las Brigadas Internacionales y el Batallón Vasco del comandante Ortega defendiendo el Parque del Oeste. La llama es una historia de hambre y de miedo, de noches negras y coches fantasma de la Quinta Columna, de muchachas que se desplomaban al cruzar la calle atravesadas por los proyectiles. A Barea lo hicieron censor de guerra, y desde su puesto en la quinta planta de la Telefónica, junto a su nuevo -o quizá único- amor Ilsa Kulcsar, fue testigo del horror y la gloria de una ciudad que no quiso -a pesar de todo- rendirse al fascismo. Más tarde, cuando Franco aflojó el cerco, aparecieron Hemingway y Martha Gallhorn y John dos Pasos y toda la corte de egocéntricos bien intencionados que no quisieron perderse el espectáculo de moda, los turistas de la guerra con los convites del bar Miami y el hotel Florida, el círculo de brigadistas, escritores, periodistas y prostitutas atraídas por el dinero fácil. Mientras le aguantaron los nervios, Arturo Barea fue la Voz Incógnita de la estación radiofónica EAQ del Madrid sitiado, y desde su emisora elogió el valor cotidiano de los madrileños y el abandono al que fueron sometidos por la «podrida retaguardia» de Valencia y Barcelona.
