Justo un año después, en noviembre de 1976, mi novia descubrió que estaba embarazada. Ahora eso puede parecer una tontería, pero entonces, y en mi pueblo, y en la familia de ella, aquel embarazo constituyó una tragedia, algo bufa, mirada a distancia, con aspavientos de teatro, pero una tragedia. Nos casamos rápidamente, en una ermita próxima a mi pueblo donde ella, al arrodillarse junto a mí en las losas desnudas, tiritaba de frío. Llevaba el pelo corto, un abrigo blanco con el cuello de visón y unas botas altas, blancas también, con un brillo de plástico. Estaba muy guapa, con esa vehemencia carnal que ya daba el embarazo a su figura y a su cara, pero yo creo que si la quise tanto esa tarde fue por la lástima secreta que sentía hacia los dos, sobre todo hacia ella, con sus rodillas desnudas y ateridas por el frío de las losas y aquel abrigo corto y blanco que le había prestado una amiga. Su padre me colocó de administrativo en la gestoría, no sin advertirme que no lo hacía por mí: «Lo hago por la tonta de mi hija, para que no la mates de hambre, y por el pobrecillo de mi nieto, que no tiene culpa de nada». De la matanza de los abogados laboralistas de Atocha me enteré cenando en casa de mis suegros, sentado junto a mi mujer, a la que le pasaba su madre un paño húmedo por la frente, porque le había dado un mareo al llegarle de la cocina un fuerte olor a pescado.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *