El Sneffels tiene cinco mil pies de altura. Es, por su doble cono, la conclusión de una faja traquítica que se destaca del sistema orográfico de la isla. Desde nuestro punto de partida no se podían ver sus dos picos perfilándose en el fondo ceniciento del cielo. Yo no distinguí más que el casquete de nieve que cubre el cráneo del gigante.

Marchábamos en fila, precedidos del cazador. Éste se encaramaba por estrechos senderos que no hubieran permitido pasar de frente a dos personas. Toda conversación era, pues, poco menos que imposible.

Más allá del murallón basáltico del fiordo de Stapi se presentó un terreno de turba herbácea y fibrosa, residuo de la antigua vegetación de los pantanos de la península. La masa de aquel combustible aún no explotado hubiera bastado para calentar por espacio de un siglo a toda la población de Islandia. El inmenso hornaguero, medido desde el fondo de algunos barrancos, tenía con frecuencia setenta pies de altura y presentaba capas sucesivas de detritos carbonizados, separados por hojas de tobas y piedra pómez.

Como buen sobrino del profesor Lidenbrock, yo observaba con interés, no obstante sus preocupaciones, las curiosidades mineralógicas expuestas en aquel inmenso gabinete de historia natural, y al mismo tiempo rehacía en mi mente toda la historia geológica de Islandia.

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