A poca distancia de la huerta de mis abuelos había unas ruinas. Era lo que quedaba de unas antiguas malladas de cerdos. Las llamábamos las malladas de Veiga y yo solía atravesarlas cuando quería abreviar el camino para pasar de un olivar a otro. Un día, debía de andar por mis dieciséis años, doy con una mujer allí dentro, de pie, entre la vegetación, componiéndose las sayas, y un hombre abotonándose los pantalones. Volví la cara, seguí adelante y fui a sentarme en una valla del camino, a distancia, cerca de un olivo al pie del cual, unos días antes, había visto un gran lagarto verde. Pasados unos minutos veo a la mujer cruzar por el olivar de enfrente. Casi corría. El hombre salió de las ruinas, se me acercó (debía de ser un tractorista de paso en la tierra, contratado por algún trabajo especial) y se sentó a mi lado. «Mujer casada», dijo. No respondí. La mujer aparecía y desaparecía entre los troncos de los olivos, cada vez más lejos. «Dice que la conoces y que vas a avisar al marido.» De nuevo no respondí. El hombre encendió un cigarro, soltó dos vaharadas, después se deslizó de la valla y se despidió. «Adiós». Yo dije: «Adiós». La mujer había desaparecido del todo. Nunca volví a ver el lagarto verde.