En mi familia, a los mayores les gustaba sorber la sopa, y hasta el gazpacho, pero la generación que vino después ya no soportaba aquellos sorbetones, y más de una vez se armaban grandes debates sobre la cuestión. Uno decía: ¿Es que no puedes comer sin sorber? Y el otro: ¿Y qué tiene de malo sorber? Parece un asunto somero, pero generó mucha casuística y más de un desencuentro.
A los niños, apenas nos dejan intervenir. Si lo intentas, es muy posible que te digan: ¡Tú cállate, que eres muy nuevo! Y es que allí se está tratando y polemizando sobre asuntos muy serios, los hablantes tienen una gran experiencia, el tono es grave, y a los niños solo nos queda escuchar y aprender.
Pasan las horas, y nosotros seguimos allí, escuchando, conversando y discutiendo interminablemente sobre cualquier nimiedad. Son conversaciones que pueden durar, y casi siempre duran, días y días, retomando, interpretando, detallando, glosando, remachando, y que a veces fraguan en temas clásicos, válidos ya para siempre. Acuérdate de cuando el infiernillo, si quieres te vuelvo a repetir lo que ya dije sobre el burro, se dice, a modo de cita o referencia de autoridad, años después, y otra vez se vuelve a aquella vieja, inagotable cantinela. Hay toda una vasta erudición en torno a los coloquios antiguos y modernos. Por eso ahora, cuando escucho las tertulias de la radio o de la televisión, tan proclives a los círculos viciosos, me acuerdo de nosotros, de aquellas veladas incansables.