Los cristonautas son figuras de Jesús crucificado que de forma milagrosa aparecen a orillas del océano[1]. Si la lectora dedica un momento a pensarlo, se dará cuenta enseguida de que son muy escasas las localidades costeras europeas que en un momento u otro de su historia no han hallado un crucificado en una playa o un acantilado.
El fenómeno no es nuevo ni tampoco privativo de los países occidentales, pero es precisamente en este área donde se ha configurado una considerable comunidad de investigadores afanosos de indagar tan prodigiosas figuras, comunidad que poco a poco, a base de tiempo y de trabajo, se ha erigido en vigorosa corriente historiográfica[2].
Resultaría un ejercicio demasiado prolijo —además de innecesario— tratar de desmenuzar aquí la nómina de profesionales que han contribuido a acrecentar —con trabajos más o menos empíricos; más o menos teóricos— los conocimientos que iluminan estas apariciones.
A modo de ejemplo —y con la mente puesta en el público menos iniciado— podrían señalarse los estudios pioneros de Volker Fischer y los bastante más traducidos de sir Ethan Price para los ámbitos alemán y británico respectivamente[3].
Podemos situar a mediados de los años 60 del siglo pasado el momento fundacional de la corriente. Por esas fechas, y auspiciados por el gobierno regional de Pomerania, aparecieron dos trabajos que marcarían la sistematización definitiva de lo que hoy llamamos ciencia cristonáutica. Nos referimos, claro está, a los estudios de los por entonces jovencísimos medievalistas Walter Neumann[4] y Franz Schröder[5], trabajos dedicados a analizar la sorprendente oleada de desembarcos de crucificados -las estimaciones van desde 3000 a 5000 por año- que tuvieron lugar en las costas del mar Báltico durante los últimos decenios de la baja edad media.
Desde aquel momento, y hasta hoy, no ha habido región europea al oeste del Elba que no haya aportado su pequeña contribución a los debates planteados por la comunidad científica. No sería justo, en ese sentido, omitir para el caso español la tesis doctoral que el recientemente fallecido doctor Pérez Arminio[6] dedicó al conocido cristonauta de la playa de Mazagón, tesis leída en la Universidad de Sevilla durante la primavera de 1968.
Por lo que respecta a las tierras comprendidas entre el Sènia y el Segura —y salvando el lamentable escándalo del cronista de Llíria Jesús Feltrer[7]—, se tiene por demostrado que el primer Cristo navegante arribó a la ciudad del Turia a mediados del mes de junio de 1391.
Después, claro está, llegaron más. Venían a bordo de navíos sin tripulación que se hundían al aproximarse a la costa. Los testigos de tan portentosos sucesos señalan que los cristonautas abandonaban las naves dentro de ataúdes azules, y que tras embocar el Turia, lo remontaban hasta las inmediaciones de las torres de Serranos.
Los jurados de Valencia advertían la cercanía de un cristonauta cuando, sin mediar acción humana, las campanas de las iglesias tocaban a muerto. En las tablas embreadas de los féretros figuraba la advertencia de que cada cristonauta había de ser recibido con magnificencia y decoro, por lo que cada vez que aparecía uno, las autoridades alfombraban de murta las orillas del cauce y colgaban guirnaldas y estandartes en las plazas de la ciudad[8].
Aunque en esto nunca ha habido acuerdo, una parte de la historiografía ha querido defender que en los ataúdes flotantes solían aparecer pergaminos que informaban del origen geográfico e incluso del artista creador del cristonauta. Es así como se sabe que la mayoría de los que llegaron a Valencia entre los siglos XV y XVII provenían de las costas del Líbano y eran obra del mismísimo Nicodemo[9], que como interlocutor directo de Jesús, conocía sus facciones y pudo reproducirlas con fidelidad.
Los cristonautas estaban hechos de madera y piel vacuna, de asta, lana picada y cabello natural. Para albergarlos con la dignidad que merecían, los obispos ordenaban forrar las capillas de tisú y las llenaban de cruces y candelabros, de jarrones de porcelana y bellos ángeles custodios.
Durante más de trescientos años, Valencia mantuvo intacta su devoción por los cristos navegadores, y no dejaba de ser llamativo el hecho —a todas luces prodigioso— de que a algunos de ellos les crecieran las uñas y los cabellos, o que sangraran los miércoles y sudaran los viernes.
Mas, querámoslo o no, todo tiene sus límites. En el caso que nos ocupa, tantas fueron las galas y tantos los lujos dedicados a los cristonautas que las arcas municipales olvidaron el equilibrio entre el debe y el haber, y no quedando otro remedio que elevar los impuestos, llegó el hambre y las privaciones, y de la mano de éstas, la ira amarga del pueblo y los inevitables motines.
Congregado en la penumbrosa quietud de la Cambra Daurada —y a cargo del presupuesto de la Junta de Mur i Valls—, el denominado Consell Secret decidió impedir la entrada de más cristonautas en la ciudad[10], cargando para ello de recias cadenas las zapatas del puente del Mar.
De poco, sin embargo, sirvió el remedio, ya que durante los años que sucedieron a la tan dura resolución, los ataúdes siguieron llegando, y tanta tristeza provocaba la pila de crucificados que se amontonaban en los tajamares del antiguo viaducto, que los jurados, en previsión de más graves desórdenes, ordenaron su retirada.
Fueron diez —doce según otras fuentes[11]— las carretas de doble tiro que fue necesario emplear para cargar los sesenta y siete ataúdes acumulados bajo el viejo puente y trasladarlos a la andillana ermita de Santa Quiteria, el lugar donde, como bien se sabe, todavía permanecen.
Faltaríamos a la verdad si ocultáramos el prodigio que desde entonces, y durante muchos años, se repitió en Santa Quiteria, y es que, con la luna nueva de mayo, el tiempo se detenía entre las piedras del santuario, y al tiempo que el aire se perfumaba con aromas de bergamota, los sesenta y siete cristos desterrados, cada cual desde su capilla, entonaban a coro y en tono menor el Unus ex discipulis meis del reverendo Luis de Victoria[12].
Ni qué decir tiene que esta larga y dichosa era de milagros se truncó con la proclamación de la segunda república.
Dios, que todo lo ve y todo lo sabe, dispone de medios sobrados para señalar la impiedad de sus criaturas.
NOTAS:
[1] Rodríguez Maza, Agustín: “Principios generales de cristonáutica: una aproximación”. Universidad de Navarra, 1980.
[2] VVAA: Actas de las III Jornadas en torno a los Cristos navegadores. Universidad Rey Juan Carlos, 2020.
[3] Fischer, Volker: Die Gekreuzigten Christonauten. Universität Rostock, 1959; Price, Ethan: Sacred mariners, Universidad de Cambridge, 1960.
[4] Neumann, Walter: Das Geheimnis der Christonauten der Nordsee. Redaktionelle Klarheit, Berlin, 1966.
[5] Schröder, Franz: Sie stechen mich und sie nehmen kein Blut, Universität Frankfurt, 1965.
[6] Pérez Arminio, Ángel: El extraño visitante de la playa de Mazagón. Tesis doctoral inédita. Universidad de Sevilla, 1978.
[7] El denominado caso Feltrer llenó los diarios valencianos durante los meses de abril y mayo de 1979. Aprovechando el momento de celebración de las primeras elecciones municipales de la democracia, el cronista Feltrer anunció el hallazgo de un cristonauta en las aguas de la acequia mayor de Llíria. Lo que levantó las sospechas de los especialistas fue que la figura iba acompañada de un pergamino en el que, con bonitas letras góticas, se leía la inscripción “Si queréis que vuestras hijas practiquen el amor libre, votad a las izquierdas”. Conducido a las dependencias de la policía municipal, el cronista no tardó en confesar que él mismo había arrojado la figura a la mencionada acequia con el fin de influir en el resultado de los comicios.
[8] Beuzer, Pere Jeroni: Festes i llaors en honor de lo Crist aparegut en lo riu, Ajuntament de València, 1675.
[9] Bauxauli Montaner, Francesc: El taller de Nicodemo, anàlisi iconogràfic. Institució Alfons el Magnànim, València, 1989.
[10] Autor desconocido: Llibre Negre del Consell Secret de la Ciutat, Tomo IV, págs.45-89. Archivo del Ayuntamiento de València.
[11] Archivo de la Sociedad de Labradores de la Huerta. Caja 3, hojas 45 y 71.
[12] García de la Quijada, Ediberto Luis: Prodigios y milagros en la muy ilustre ciudad de Andilla. Ayuntamiento de Andilla, 2012.