Me lo tengo dicho: si ante la mesa de novedades de la librería no lo tienes claro, no lo pienses más: léete un clásico. Y eso fue, justamente, lo que ocurrió el día que traje a casa El Tragaluz. Lo encontré en la zona de bolsillo, sección teatro, en una de esas estanterías que ponen en fila india a los autores por riguroso orden alfabético: «Pase usted, señor Pérez Reverte». «¡Por Dios, don Benito! –entiéndase Pérez Galdós-, ¡eso nunca! ¡yo siempre detrás de usted! ¡Pues no faltaba más…!»
Ba, be, bi, bo, bu. Buero. Antonio Buero Vallejo. El tragaluz. ¡Mira tú qué bien! Acababa de leer las Meninas y me había encantado. Por otra parte, me hizo gracia la idea de rememorar un título que me devolvía a la infancia, a aquellas interminables listas de autores y obras que nos aprendíamos en el Senda, y también -cómo no- al entrañable Estudio 1 de Televisión Española.
Recuerdo que escogí una noche tranquila para empezarlo, una de esas noches en las que no estás demasiado cansado y todavía eres capaz de mantener un rato la atención. Encendí la lamparilla, me puse las gafas -voy teniendo presbicia- y empecé a leer.
Pasaron cinco, quizá diez minutos, y de repente tuve una sensación bastante parecida al aburrimiento. «Joder, es Buero…», me dije. «Déjate de tonterías y sigue leyendo». Y así lo hice, pero seguí aburriéndome, de manera que al final dejé el volúmen sobre la mesita, apagué la luz y me puse a pensar. ¿Qué debemos hacer cuando un gran maestro nos da el tostón verbenero? ¿Nos sometemos a su indiscutible autoridad, o por el contrario lo mandamos a hacer puñetas? Para mí es cuestión importante, ya que no sabría decir con certeza qué fila de libros podría resultar más larga, si aquella integrada por los que efectivamente he leído a lo largo de mi vida o aquella otra en la que figuraran los muchos -muchísimos- que he dejado a medias. Confieso y declaro aquí y ahora que, a lo largo de mi irregular trayectoria de lector, me he aburrido soberanamente no sólo con Cervantes, Eco o Unamuno, sino también con Cela, Capote, Muñoz Molina -autor a quien admiro profundamente-, Marías, Echenique, Sampedro, Graves, Yourcenar, Dickens, García Márquez y, muy especialmente, Borges. La cosa es preocupante, porque la culpa, desde luego, tiene que ser mía. No es posible que esté errada tal pléyade de genios y acertado un botarate como yo. Pero el caso es que me aburren. Me aburren de cojones. Aunque no siempre, claro. Sólo… casi siempre.

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