-Escuche Chevalley: si se hubiera tratado de un título honorífico, un mero título para poner en la tarjeta de visita, lo habría aceptado con todo gusto; considero que en esta etapa decisiva para el futuro del estado italiano todos tenemos el deber de manifestar nuestra adhesión, para borrar cualquier imagen de discordia ante aquellos estados extranjeros que nos observan con un temor o una esperanza que a la postre resultarán injustificados pero de momento son muy reales.

-Pero entonces, príncipe, ¿por qué no aceptar?

-Tenga un poco de paciencia, Chevalley, ahora le diré por qué: durante demasiado tiempo, los sicilianos tuvimos gobernantes que no eran de nuestra religión ni hablaban nuestro idioma, así que por fuerza hemos debido aprender a hilar delgado. De otro modo no hubiéramos podido librarnos de los recaudadores bizantinos, los emires berberiscos, los virreyes españoles. Ahora lo llevamos dentro, forma parte de nuestra naturaleza. He hablado de «adhesión», no de «participación». En los seis meses transcurridos desde que vuestro Garibaldi puso el pie de Marsala se han hecho demasiadas cosas sin consultarnos como para que ahora pueda pedírsele a un miembro de la vieja clase dirigente que se sume a la empresa y la lleve a feliz término; ahora no quiero discutir si se ha obrado bien o mal; por mi parte, creo que los yerros no han sido pocos; sólo quiero decirle algo que Usted mismo comprenderá cuando haya pasado un año entre nosotros. En Sicilia no importa obrar mal o bien: el pecado que los sicilianos jamás perdonaremos es sencillamente el de «obrar». Somos viejos, Chevalley, viejísimos. Hace por lo menos veinticinco siglos que llevamos sobre los hombros el peso de unas civilizaciones tan magníficas como heterogéneas: todas ellas nos llegaron de fuera, ya completas y perfeccionadas, ninguna germinó entre nosotros, a ninguna la marcamos el tono; somos blancos como usted, Chevalley, como la reina de Inglaterra, y sin embargo hace mil quinientos años que somos colonia. No lo digo por quejarme: en gran parte es culpa nuestra; pero no por ello nos sentimos menos despojados y exhaustos.

Aquellas palabras hicieron mella en Chevalley.

-Pero en todo caso ahora eso ha terminado; ahora Sicilia ya no es una tierra de conquista sino parte libre de un estado libre. La intención es buena, Chevalley, pero tardía; por lo demás, ya le he dicho que la mayor parte de la culpa es nuestra; hace un momento Usted me hablaba de una joven Sicilia que se asoma a las maravillas del mundo moderno; a mí, en cambio, me parece más bien una centenaria a quien pasean en silla de ruedas por la Exposición Universal de Londres y no comprende nada ni le importan un comino las acerías de Sheffield y las hilanderías de Manchester: sólo anhela que la dejen dormitar de nuevo con la cabeza hundida en sus almohadas húmedas de baba y el orinal debajo de la cama.

(…)

-El sueño, querido Chevallier, el sueño es lo que más desean los sicilianos, y siempre odiarán al que pretenda despertarlos, aunque sea para traerles los mejores regalos; dicho sea entre nosotros, personalmente dudo mucho de que el nuevo reino tenga demasiados regalos para nosotros en su equipaje. Todas las expresiones sicilianas son expresiones oníricas, hasta las más violentas: nuestra sensualidad es deseo de olvido, nuestros escopetazos y nuestras cuchilladas son deseo de muerte; deseo de voluptuosa inmovilidad, o sea también de muerte, son nuestra pereza, nuestros sorbetes de escorzonera o de canela; cuando nos ponemos pensativos, se diría que es la nada queriendo escrutar los enigmas del nirvana. Así se explica el poder desmedido que ejercen aquí ciertas personas: son aquellos que están semidespiertos; como también el famoso siglo de retraso en las manifestaciones artísticas e intelectuales de Sicília: las novedades sólo nos atraen cuando sentimos que están muertas, que ya no pueden producir corrientes vitales; a ello se debe asimismo ese fenómeno increíble de la creación actual, ante nuestros ojos, de unos mitos que si fueran realmente antiguos despertarían veneración, pero apenas logran ser siniestras tentativas de sumergirse otra vez en un pasado que nos atrae precisamente porque está muerto.

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