Estaba de mal humor aquella mañana. El día anterior había sido encantador. Le gustava Vladímir, sus iglesias, los frescos de Rubliov, y no le importaba comer mal, su madre lo había adiestrado bien. Pero la discusión entablada con Masha le irritaba. Hasta entonces, había estado firmemente convencido de que ella compartía sus puntos de vista.

-Vuestro nacionalismo no se dejará extirpar fácilmente -prosiguió al salir de la iglesia-. Al fin y al cabo lo que acabas de explicarme es que ya no sois un país revolucionario y que las cosas están muy bien así.

-En absoluto. Hemos hecho la revolución y no la ponemos en tela de juicio. Pero en Francia no sabéis lo que es la guerra. Nosotros sí lo sabemos. No la queremos.

Masha había hablado con cólera y André también se sentía irritado.

-Nadie la quiere. Lo que digo es que si dejáis las manos libres a América, si no detenéis la escalada, es entonces cuando hay que temerla. Múnich no impidió nada.

-¿Crees que si bombardeamos las bases norteamericanas los Estados Unidos no replicarán? No correremos ese riesgo.

-Si atacan China, ¿tampoco rechistaréis?

-¡Ah! No volváis a empezar -dijo Nicole-. Hace ya dos horas que os peleáis: ninguno de los dos convencerá al otro.

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