Sabino de Arana y José Antonio Aguirre, las dos figuras más destacadas del nacionalismo vasco, ofrecen singular contraste: Sabino era un apóstol y José Antonio un político. Ni José Antonio servía para el apostolado, ni Sabino tenía aptitud para la política, y menos para cualquier política gubernativa.

Explicaré la diferencia. Con un intervalo de cuatro años respecto de Sabino, yo reemplacé a éste en la Diputación provincial de Vizcaya. A título de nacionalista él y de socialista yo, ambos ostentamos en aquella corporación representaciones aisladas, sin que ningún correligionario nos acompañara.

Sentí curiosidad por conocer las iniciativas de mi predecesor y sólo encontré dos dignas de ser mencionadas: una, que prosperó, para que dentro del recinto de la cárcel de Larrínaga se construyera un pabellón dedicado exclusivamente a presos políticos, y otra encaminada a conseguir un sistema fiscalizador de la Diputación, quien, a virtud del régimen de concierto económico con el Estado, quedaba exenta de toda suerte de inspecciones, superando en independencia al propio Gobierno central, sobre el que pendían las Cortes y el Tribunal de Cuentas.

Esta moción quedó arrinconada, sin que su autor hubiera hecho esfuerzos para sacarla adelante. El pabellón de presos políticos fracasó porque, siendo escasos en número -a veces había solamente un detenido-, nadie lo quería ocupar, prefiriendo convivir con los demás reclusos, pues dicho aislamiento constituía prácticamente una incomunicación. En la otra iniciativa sabiniana me basé yo para sugerir, sin éxito, una asamblea de municipios encargada de vigilar los actos administrativos de la Diputación.

En resumen, Araya y Goiri apenas dejó rastro del único mandato político que tuvo, desempeñado durante cuatro años. En cambio, cabe atribuirle toda la doctrina nacionalista y el haber engendrado el movimiento popular puesto al servicio de ella. Fue un verdadero apóstol. Es lamentable que su prematura muerte no le permitiese plasmar la evolución doctrinal que ya tenía in mente al expirar en una islita de la ría de Mundaca, en Pedernales, porque, de haber dispuesto de tiempo, su programa habría tenido una articulación más acomodada a la realidad. Nadie, por carecer todos de prestigio similar al suyo, ha podido conseguir esa articulación que el gran incremento de las masas nacionalistas hacía año a año más necesaria.

Claro está que de haber vivido en 1936, cuando se promulgó el Estatuto, Sabino hubiera sido el presidente del primer Gobierno vasco. Pero, ¿hubiera ejercido las funciones de dicho cargo mejor que las ejerció José Antonio? A mi entender no, porque se lo hubiese impedido su falta de flexibilidad. Difícilmente se habría avenido Araya y Goiri a presidir Gobiernos tan heterogéneos, inclusive con representaciones socialista y comunista, como los que Aguirre presidió durante veintitrés años, y más difícilmente aún habría sido capaz de audacias ante las cuales Aguirre no vaciló.

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