Entre los anarquistas, el planteamiento es, en principio, tajante: cada militante debe realizar una «revolución interior», fundamentalmente intelectual, antes de poder aspirar legítimamente a transformar la sociedad. (…) Esta revolución previa no es, para empezar, exclusivamente intelectual, sino que debe afectar también al conjunto de los sentimientos y de la conducta del revolucionario. El propio Mella se refiere a la necesidad de:

«revolverse contra la gran mentira, sacudirse el enorme peso de la herencia de embuste (…), autoemanciparse interiormente por el conocimiento y la experiencia, comenzando a marchar sin andadores»; «hacerse autónomo, gobernarse a sí mismo de hecho valdrá más que las mejores predicaciones y propagandas».

Se trata, pues, no sólo de leer, sino de «ser rebelde» en todos los actos, autónomo ya desde el momento y en esta sociedad, hasta el punto en que sea posible; se trata de practicar la ética futura en las relaciones actuales frente a los «jefes», con los amigos, con la compañera y, dentro de las organizaciones revolucionarias, de evitar las prácticas autoritarias. Todo ello con un objetivo táctico secundario: hacer propaganda («por el hecho», como el terrorista), es decir, demostrar a las masas que la rebeldía es posible.

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