Una tarde no sé qué fue lo que pasó. En la época de calor nos quedábamos al aire libre hasta la hora de la cena. Esa vez a Lila no se le vio el pelo, fui a llamarla debajo de sus ventanas, que estaban en la planta baja. Gritaba: «Lí, Lí, Lí», y mi voz se sumaba a la muy estridente de Fernando, a la estridente de su esposa, a la insistente de mi amiga. Noté con claridad que estaba ocurriendo algo que me aterrorizaba. Por las ventanas se colaban un napolitano barriobajero y el estruendo de objetos rotos. En apariencia no pasaba nada distinto de lo que ocurría en mi casa cuando mi madre se enojaba porque el dinero no alcanzaba y mi padre se enojaba porque ella ya se había gastado parte del sueldo que le había entregado. En realidad había una diferencia sustancial. Mi padre se contenía incluso cuando estaba furioso, se volvía violento en sordina, impidiendo que su voz estallara aunque se le hincharan igualmente las venas del cuello y se le inflamaran los ojos. Fernando en cambio gritaba, rompía cosas, y la rabia se autoalimentaba, no conseguía detenerse, al contrario, los intentos de su mujer para frenarlo lo enfurecían todavía más y aunque no estuviera enfadado con ella, terminaba zurrándola. Yo insistía en llamar a Lila para sacarla de aquella tormenta de gritos, de obscenidades, de ruidos de devastación. Gritaba «Lí, Lí, Lí», pero ella, la oí, seguía insultando a su padre.

Teniamos diez años, nos faltaba poco para cumplir los once. Yo estaba cada vez más rellena, Lila seguía siendo bajita, muy flaca, era ligera y delicada. De pronto los gritos cesaron y poco después mi amiga salió despedida por la ventana, pasó por encima de mi cabeza y aterrizó en el asfalto a mis espaldas.

Me quedé boquiabierta. Fernando se asomó sin dejar de chillar amenazas horribles contra su hija. La había lanzado como un objeto.

La miré estupefacta mientras trataba de incorporarse y me decía con una mueca casi divertida:

-No me he hecho nada.

Pero sangraba, se había roto un brazo.

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