Hay libros que le evocan cosas a uno. A mí el de Barea me recuerda a mi padre. Lo veo en una de aquellas tardes de invierno envuelto en su batín, sentado en la pequeña mesa de lectura junto a la estufa eléctrica en aquella fría habitación del segundo piso que convirtió en estudio. Lo recuerdo siempre con sus libros, con aquellos libros forrados con papel de periódico que entendía sólo a medias, con su guitarra y sus partituras de música española. Mi padre fue un buen hombre. Ahora que conozco a muchos puedo decirlo. Fue comunista porque creyó en la justicia social, pero ni los más íntimos se lo agradecieron nunca. Cosas de la vida. Recuerdo que a veces me hablaba de Arturo Barea, del hijo pequeño de Leonor la lavandera, de su infancia miserable en los callejones del viejo Madrid, el Madrid de Dato y Maura, el de las corralas y el cocido de garbanzos y los posos recolados, el del Café Español y los gitanos del Avapiés. Mi padre me contaba que, desde su buhardilla, Barea podía oír el cornetín de la Guardia Real, y que si se encaramaba a la verja de Palacio, incluso podía ver a los reyes subiendo a la carroza. En aquel tiempo, cuatro calles y todo un mundo separaba a los pobres de los poderosos.
Observo las páginas de La forja, y de vez en cuando me encuentro las señales que dejaba mi padre para marcar las etapas de su lectura. Etapas cortas. No más de tres o cuatro hojas. A veces menos.

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