«Un día perdió Zorraquín su gorro negro (…). Los dueños de la casa en que ambos amigos se habían hospedado le ofrecieron una boina blanca, también de borla, ancha, redonda, con aro de madera para sostener la forma de plato.
Púsosela el cura historiador, mirose al espejo, echose a reír, y dijo que no se la había de quitar más, pues le caía que ni pintada. Partieron, y admitidos en el campo carlista corrieron toda la áspera sierra sin encontrar al individuo que buscaban, ni siquiera indicios de que hubiera estado por allí en ninguna época. (…)
Una mañana, regresando de visitar el caserío donde los carlistas tenían sus hospitales, se le enredó la capa en un espino y quedó en dos mitades como la de San Martín. Un oficial carlista le ofreció al punto una zamarreta de piel, púsosela nuestro cura y se encontró tan bien, tan ágil, tan a gusto con aquella prenda, propia para abrigar sin impedir los movimientos, que gustosísimo la tuvo por suya y prometió llevarla siempre de allí en adelante. Como le crecía la barba, y no había querido afeitarse, ya no parecía tal cura sino un capitán de malhechores, jefe de guerrilla o cosa así. Él se reía, se reía y estaba cada vez más contento.
Con la certidumbre de que Navarro no estaba en la Amezcua, partieron hacia Levante. Pero el temor de encontrar alguna columna del ejército de Saarsfield les obligó a tomar precauciones. «Aunque sea impropia de mí -dijo el cura-, no será malo que llevemos algún arma». Un guerrillero que les acompañaba, por ser amigo o hijo espiritual de Zorraquín, dio a este un sable. Al ponérselo ¡cómo se reía el buen cura!… Salvador le regaló un cinto con dos pistolas que no necesitaba. Cuando se vio con tales arreos el capellán, a quien ya no conocería ni la Iglesia su madre ni la madre que le parió, soltó tan gran carcajada, que las gentes salían al camino para verle.»