Engolaba la voz y adquiría un pesado aire de afrenta, una sonrisa amarga de desengaño o de desdén que tal vez había aprendido de los galanes del teatro: él, aunque pobre, no tenía más carrera ni patrimonio que su honra, y no podía negarse a la súplica de una mujer. Si él estaba de parte de algo era del orden, y le gustaron siempre los desfiles y las ceremonias y se emocionaba leyendo en El Debate los discursos de Gil Robles, aunque también los de Julián Besteiro y los de Azaña. El 15 de abril del treinta y uno se le saltaron las lágrimas leyendo en ABC la carta de Alfonso XIII a los españoles, pero lloró igual cuando en el balcón del ayuntamiento vio izarse la bandera tricolor, y hubiera llorado de entusiasmo si hubiera visto entrar en Mágina a los moros y a los requetés. No lo podía remediar, todos los himnos le erizaban el vello, escuchaba un discurso o miraba una bandera o leía un artículo y se le llenaban los ojos de lágrimas, y acababa aplaudiendo con la misma entrega en un mitin anarcosindicalista que en el sermón de un capellán ultramontano. No había fervor que no se le contagiara ni arenga que no le pareciera admirable, y cuando presenciaba una diatriba política en la barbería adoptaba sucesivamente y con igual virulencia el punto de vista de cada uno de los oradores, y si le pedían que leyera en voz alta se mostraba de acuerdo con los artículos de fondo de todos los periódicos. Declamadas o escritas, las palabras ejercían sobre él un efecto euforizante parecido al del vino, así que regresaba tan mareado de la barbería como de la taberna y terminaba la lectura de dos periódicos hostiles entre sí sumido en una confusión semejante a la de una resaca de licores mezclados.