La vieja se inclinó y movió la mano para darle viento al fuego. Así, con la espalda torcida y el cuello estirado todo enroscado de arrugas, parecía una antigua tortuga negra. Pero aquel pobre vestido roto no protegía, por cierto, como un caparazón, y al fin y al cabo ella era tan lenta sólo por culpa de los años. A sus espaldas, también torcida, su choza de madera y lata, y más allá otras chozas semejantes del mismo suburbio de Sao Paulo; frente a ella, en una caldera de color carbón, ya estaba hirviendo el agua para el café. Alzó una latita hasta sus labios; antes de beber, sacudió la cabeza y cerró los ojos. Dijo: O Brasil é nosso (el Brasil es nuestro). En el centro de la misma ciudad y en ese mismo momento, pensó exactamente lo mismo, pero en otro idioma, el director ejecutivo de la Unión Caribe, mientras levantaba un vaso de cristal para celebrar la captura de otra fábrica brasileña de plásticos por parte de su empresa. Uno de los dos estaba equivocado.

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