En fin, vengan libertad y pobreza, que me parece a mí que andan unidas… Yo, si ustedes no se asustan y me prometen no contárselo a papá, diré que, a mi modo de ver, en tiempo del moderantismo y de la camarilla había más dinero.
– ¡Qué cosas tienes, mujer! -dijo María Luisa, que no por contradecir a su hermana dejaba de gozar oyéndola-. ¿Más dinero entonces? ¿Dónde?
– En casa no; a eso no me refiero. En Madrid, quiero decir.
– No va descaminada Rafaelita -indicó una señora mayor, esposa de un compañero de oficina de Milagro, muy rolliza de carnes, y de ideas harto enjuta, pues no hablaba más que de novenas y modas, o del eterno sisar de las criadas-. Ello es que en todos los comercios se quejan. Es lo que dice Gerardo: que aquí los ricos no tienen patriotismo.
– Lo que yo sé -declaró el músico Cavallieri- es que sólo en los tiempos moderados se ha sostenido aquí una buena compañía de ópera. Cuando yo salí en la Serva Padrona, ¿se acuerdan?, y cuando hice el Don Magnífico de la Cenerentola, era en lo más crudo de los tiempos ominosos, mandando el Sr. Cea Bermúdez.
– Hoy me ha dicho Doña Rosaura, la de la tienda de encajes -afirmó Rafaela-, que desde que han venido los libres no venden ni la mitad. Y en casa de Bárcena, hay días en que no entran en el cajón arriba de catorce reales. ¡Ya ven… una casa como aquélla…!
– El dinero -observó María Luisa-, como dice papá, no se pierde: lo que hace es ocultarse.