Tras una odisea burocrática, Fernando había logrado la cátedra de Física en Valencia, así que María acababa de solicitar allí su traslado. Ansiaban probar suerte en una gran ciudad con mar. Y cerca de Quique, a quien añoraba desde que en su casa volvía a haber hermanos.
Quique estaba cada vez menos interesado en la compañía siderúrgica y más involucrado en sus escuelas obreras. Como en una aleación de metales, había fundido su antigua furia en las aulas con un ímpeto fresco.
María recibió una respuesta afirmativa que la hizo dudar: la vacante disponible no pertenecía a ninguna biblioteca, sino (¡y dale!) al Archivo Provincial de Hacienda. No era esa su ambición, pero ya fantaseaba con el siguiente paso. La dictadura de Primo de Rivera y quizá la monarquía se tambaleaban. Fernando militaba en el escepticismo.
-Bah. En este país la monarquía no se acaba nunca, sólo se va de vacaciones.
Su nueva casa, en plena Gran Vía Marqués del Turia, era una fiesta de luz. Desde sus balcones el cielo parecía más abordable. Aunque aún ignoraban hasta qué punto llegarían a identificarla con los mejores años de sus vidas, algo en ese descaro con que el sol desbordaba las paredes, volviéndolas casi permeables, se lo anunció. Tenían la costa al alcance de un paseo.
Se integraron con facilidad en el ambiente universitario valenciano. No tardaron en comprender que aquella bienvenida obedecía menos a sus encantos que a la efervescencia de la ciudad: su energía se alimentaba de recién llegados, los absorbía para mantener su ritmo.