Apretamos más aún las filas. Gritamos todavía con determinación más enérgica. Si hubiera sido a voces, las cosas en España habrían cambiado aquella misma mañana. Lola y yo nos miramos y nos sonreímos por la novedad de asistir por primera vez a una manifestación, pero al momento nos dimos cuenta de que parecer contentos en una manifestación y pasárselo bien en ella era una frivolidad, una inconveniencia. Yo creo que pasárselo bien y ser revolucionario a la vez no se podía. Podía ser uno revolucionario primero y luego feliz. A la vez no, me parece a mí, salvo los tres o cuatro ácratas y los tres o cuatro individualistas. Éstos era en el único lugar, las manifestaciones, donde ser divertían, porque aprovechaban para romper las lunas de los escaparates, que es cosa que siempre satisface mucho. A nosotros nos tenían prohibido eso. La revolución era a la vez una cosa más seria y una cosa más triste.
Seguimos adelante. Cercana la hora del almuerzo, las calles estaban medio vacías. Los pocos transeúntes con los que nos cruzábamos se apartaban para dejarnos pasar. La mayoría se desentendía de nosotros, algunos nos insultaban, sobre todo a las mujeres. «Tenías que estar fregando», espetaban, «putas». Otros, en cambio, nos insultaban a nosotros: «Vagos, sinvergüenzas, mierda de estudiantes». Los que no decían nada, nos daban la espalda con indiferencia.
Las consignas tenían un orden. Se empezó por una de tipo corporativo: «No más aumentos de tasas ni matrículas.» Luego siguió esta otra: «Por una mejor calidad de enseñanza.» Era difícil corearlas al unísono, porque no resultaba sencillo hacerlas entrar en la estructura de un ritmo lógico. Algunas veces se ensayaba el ritmo de soleá, el yámbico, el octosilábico, el de la rumba, qué sé yo. Imposible. Ni rimaban ni tenían medida.
La gente de la calle se preguntaba: «¿Qué piden?», y todos tenían que reconocer que no sabían, porque no se entendía lo que se gritaba.
Cuando llevábamos cinco minutos por la calle Cortezo, yo miré atrás y vi con espanto que no íbamos en la manifestación más que tres o cuatro docenas.
-Lola -le dije-, nos han dejado solos. Estamos vendidos.
Lola volvió la cabeza. La gente se había ido descolgando en las bocacalles. No quedábamos más que cuarenta o cincuenta.
-Bueno. Ahora ya no podemos echarnos atrás -admitió Lola-. ¿Has visto a Celeste?
Celeste se había quedado rezagada. A su lado iba Rei. Las dos hermanas se miraron. A la sonrisa de complicidad que le dedicó Lola, Celeste no respondió. Iba seria, apretaba contra su pecho la carpeta de los apuntes y sus labios enérgicamente cerrados, no coreaban ni una de las consignas. Lola se asustó al sorprenderla de esta manera y se acercó a ella.
-¿Te pasa algo, Celi?
-Nada. Vámonos.
-¿Ahora? Tú no estás bien.
-Vámonos, Lola. Ahora mismo. Obedece, soy tu hermana mayor. No sigas.
-No. Yo me quedo -zanjó la pequeña.
-Por última vez, vámonos.
-No, te he dicho que me quedo.
-Bien. Conste que te lo advertí.