Los libros que nos conmueven no son fáciles de reseñar. «Era un país de gente pobre y bien educada, digna, que se volvió rico, gritón y grosero, que abandonó lo admirable para sustituirlo por lo lujoso y lo vulgar, que instaló la saña en el debate político, que recuperó e inventó miles de tradiciones e identidades y no pensó en inventar una tradición democrática».
Si tuviera que escoger a un hermano mayor me pillaría a Muñoz Molina. Después me sentaría y le escucharía decir lo que raramente soy capaz de pensar, lo que raramente me atrevo a decir.
«Está bien haber nacido en libertad y disfrutar de ella como un hábito indiscutible. Nuestro problema es que en un plazo prodigiosamente breve pasamos de la dictadura a la democracia, de la pobreza a la abundancia, del aislamiento a los viajes internacionales. De la necesidad de aprovecharlo todo se pasó en muchos casos a la costumbre de desperdiciarlo todo. La misma generación que creció sin derechos quiso inventar un mundo en el que no parecían existir los deberes. De niños vivimos bajo un tirano decrépito y en un país gobernado por viejos: al hacerse mayores muchos de nosotros se han empeñado en prolongar una ficticia juventud y en halagar a los jóvenes en vez de ejercer con ellos la responsabilidad de ser adultos, la obligación de educar. Igual que se puso de moda ser al menos tan nacionalista como los nacionalistas también hubo que ser tan joven como los jóvenes o incluso más joven que ellos, y que imitar ridículamente las jergas juveniles para fingir que se estaba al día, que no se era un anticuado aguafiestas.»
¿Cómo reseñar este tipo de cosas? Leedlo y dejémonos de tonterías. Por mi parte, os diré que mientras don Antonio escriba y cante el Calamaro, el mundo seguirá siendo un lugar habitable.

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