En la Comandancia de Ingenieros de Ceuta, los oficiales del ejército de África vendían los caballos para así quedarse con el dinero. Barea hubiera preferido un colegio de la Institución Libre de Enseñanza, pero aquellas escuelas modernas no estaban hechas para gente como él. Para los que eran como Barea estaba la guerra, los cerros arenosos del Rif, las callejas del distrito de la Barría donde las putas y los regulares se emborrachaban con cazalla y se revolcaban en colchones húmedos de salivas y sudores.
A nadie hubiera extrañado encontrar una mañana el cadáver del comandante Franco con un tiro en la espalda. A Franco lo odiaban todos, pero todos lo obedecían.
Un día, tras la retirada de Melilla, los legionarios ofrecieron al dictador Primo de Rivera una comida cuyo único ingrediente eran huevos. Al año siguiente, el desembarco de Alhucemas reiniciaba el conflicto.
En el Hospital Militar de Melilla, los oficiales del ejército español se quedaban con las medicinas, con el rancho y las alpargatas de los soldados y después las vendían para embolsarse el dinero. Aquejado de tifus, el sargento Barea le miraba la cara a la muerte: tenía veinticinco años y pesaba treinta y seis kilos.

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