– Pues espérense ustedes un poco -dijo el de la Guardia, no Fonsagrada, sino el otro cuyo nombre no hace al caso-, que ahora va a venir lo más gordo.
-¿Qué? -preguntaron todos ávidos de mayores desatinos, de mayores calamidades públicas y privadas.
-Pues que se están preparando los datos para demostrar que la señora Doña Cristina… chitón, que esto es muy delicado… que la señora Doña Cristina, no contenta con los dinerales que le dejó Narizotas, y queriendo meterse en mayores negocios de minas de carbón y saneamiento de marismas, ha hecho pacotilla de todas las alhajas de la Corona, para venderlas. Y que no era floja cantidad de pedrerías la que guardaban en Palacio los Reyes, desde el que rabió: cientos de miles de diamantes, cientos de miles de esmeraldas, celemines de perlas, entre las cuales había una grandísima, que Felipe IV llevaba en el sombrero, y había costado una fortuna.
-Algo de eso oímos anoche en Tepa -dijo otro, anónimo también, pues el mismo Iglesias no sabía cómo se llamaba, ex-ejecutor de apremios, encausado tres veces-. Y a lo que parece, el Sr. Aguado, D. Alejandrón, no ha venido a otra cosa que al negocio ese de las alhajas.
-Se asegura que el tal Aguado viene a establecer, con dinero de la Reina, una línea de barcos de humo, digo, de vapor.
-Pues yo, francamente -declaró Iglesias, alardeando siempre de autoridad-, sin defender a Doña Cristina del cargo de allegadora, sostengo que eso de las alhajas es paparrucha. ¡Si todo el tesoro de Palacio se lo llevó Murat!
-Así lo han dicho para despistar a los incautos. Murat afanó lo que pudo; pero se dejó lo mejor. En fin, ustedes lo verán.
-¿Y podrá probarse…?
-En ello andan. No están los palillos en malas manos.