El 19 de marzo de 1808, una multitud formada por artesanos, labradores y algún que otro fraile asaltó el Real Sitio de Aranjuez en busca de Manuel Godoy. La turba, cuenta Galdós, volcó mesas y sillones, escupió sobre los cuadros de Goya y rompió los tapices del palacio «como rompe el rapaz en su despecho la cartilla que no entiende». Afirma el maestro que aquella multitud pensaba que jugaba un gran papel político, «que con su fuego cauterizaba las heridas de la doliente España», pero eso -prosigue en su más inquietante advocación- sólo «puede conseguirlo la espada de un hombre de genio; pero el fuego en manos del vulgo, jamás».
Don Benito desconfiaba de la turba de Aranjuez. Poco tenía que ver su furia con los pronunciados apéndices que adornaban la real testa, y mucho con las medidas ilustradas que el gobierno de don Manuel trataba de implantar en un país que agonizaba de atraso y de miseria. La multitud del 19 de marzo olía a cera y a miedo a perder las cadenas, a calcetín y a confesionario.
El 2 de mayo de 1808 -dos meses después- otra multitud formada por labradores, artesanos y algún que otro fraile se concentró en la plaza de armas del Palacio Real y se enfrentó al ejército de Murat, al engreído y arrogante duque de Berg que se paseaba por la calle Arenal al frente de su Guardia Imperial. Para Galdós, aquel 2 de mayo constituyó «un llamamiento moral, íntimo, misterioso, informulado, que no parte de ninguna voz oficial y que resuena de improviso en los oídos de un pueblo entero hablándole el balbuciente lenguaje de la inspiración.»
Jamás hubo nación sin enemigo. Francia nació defendiendo su revolución contra un puñado de monarcas absolutos temerosos de perder su poder. Quién sabe si España lo hizo defendiendo el absolutismo o luchando contra él. En cualquier caso, llama la atención que basten sesenta días para que una turba ignorante y prepolítica se convierta en impulso patriótico, en «arrebato glorioso» y concordante pálpito colectivo. ¡Hay que ver lo difícil que es eso de nación!
