– Ea, cierra, sube y calla.
Callados subieron ambos después de cerrar.
– ¡Ah! -dijo la dueña al llegar al pasillo alto-, la señorita está encerrada en su cuarto. Veo claridad por la ventanilla alta.
Y acercándose a la puerta del cuarto de Gloria, gritó:
– Buenas noches, señorita.
En seguida dieron un paseo por la casa, pero no hallaron a nadie. El viento seguía, daba vueltas alrededor de la casa, estrechándola en vorágine horrible, como si la arrancase de sus poderosos cimientos para llevársela en un vuelo. Creeríase que toda Ficóbriga, con su alta Abadía en medio y su torre como un mástil, corría llevada por el huracán, del mismo modo que corre un mísero barco sin timón.
Los árboles del jardín flotaban cual desmelenadas cabelleras, sacudiéndose, y las rachas de lluvia rasguñaban los cristales como uñas. Cuando el viento calmaba su furia loca, seguía llorando en el techo con lastimero y penetrante gemido, que se apagaba y avivaba, recorriendo toda la escala, cual un monólogo de aflicción, con imprecaciones y suspiros.
Después soplaba de nuevo con rabia; las ramas, en su rozar vertiginoso, se azotaban unas a otras, y parecía que entre aquel torbellino, difundido por la inmensidad de los cielos, se estaba oyendo el rumor de las rotas alas de un ángel que caía lanzado del Paraíso.