Miércoles.

Se aproxima el momento supremo, mi señor D. Serafín. Tenemos a Espartero en puerta, decidido a que no se rían de él las Juntas ricas, ni las Juntas pobres, ni la caterva de jamancios, tiradores y patuleas. La Junta de los Diez, ahora de los Once por habérseles agregado Laureano Figuerola como secretario, vuelve del Cuartel general, donde Rodil les ha dicho que no cede sino ante el desarme total. Al notificarlo así a las Comisiones de nacionales, éstos ponen el grito en el Cielo, y declaran que antes de soltar las gloriosas armas, nos darán un nuevo tableau de Numancia, al mágico grito de ¡Honor catalán! ¡Patria y Libertad!

¡Por Cristo que nos vamos enmendando! Creíamos que expiraba la revolución, y hela aquí renaciendo con mayor vida y pujanza. Aún falta la situación culminante en estas populares tragedias: el manoteo y las coces de los más desalmados, sin ningún freno, grillete ni bozal. Sintetizo las ideas de mi crónica con este juicio, que no ha de ser grato al amigo Socobio: «Los descontentos de Septiembre del 40, los vencidos de Octubre del 41, la emigrada Majestad, inconsolable por su cesantía del poder, son los empresarios de este carnaval. El pueblo crédulo y sencillote, grotescamente engalanado con trapos y caretas republicanas, baila al son que le vienen cantando moderados y carlistas». Ésta es la verdad, que sostengo sin temor a que ningún cristiano pueda rebatirla. El amigo Socobio dirá: «¿Y qué papel hacen en este sangriento carnaval los caballeros del Progreso, sus amigos de usted, Sr. D. Fernando?». Sobreponiendo mi sinceridad y rectitud a todo sentimiento de compañerismo, contesto sin rebozo que si los señores de la moderación se han conducido desde que terminó la guerra como una cuadrilla de hipócritas y tunantes, los caballeros del Progreso están demostrando que son un hato de imbéciles.

 

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