Las novelas son novelas porque son mentira. En Caballo de Troya, Benítez nos cuenta cómo un mayor de las fuerzas aéreas estadounidenses subió a una nave espacial y retrocedió en el tiempo para asistir a los últimos días de Jesús de Nazaret.

Jesús era un gigante con pectorales de nadador, y en sus piernas los sartorios, los músculos aductores, los biceps crurales y los gemelos eran firmes y duros como piedras de granito.

Tal vez por eso las mujeres lo miraban de reojo mientras él se lavaba y ellas cocinaban sus guisos a base de lentejas y espigas frescas tostadas. Dicen que lo que más le gustaba eran las pasas de Corinto. Sobre todo las que no tenían pepitas.

La verdad es que al nazareno no lo entendía nadie. Ni siquiera sus apóstoles. Para estos, el reino del que hablaba el rabino tenía que ver con un sistema político que liberase a Israel de la dominación extranjera, y no les cuadraba ni mucho ni poco aquello de que la Verdad debía llevarse a efecto sin la promulgación de leyes seculares.

Menos gracia todavía le hacía al procurador Pilatos que la autoproclamación de aquel miserable como rey de los judíos llegara a oídos de Tiberio. Algo parecido pensaba Judas Iscariote. Jesús era un pobre idealista, un soñador revestido de buenas intenciones, pero en absoluto el libertador que necesitaba Israel. Iscariote llevaba tres años manejando los fondos del grupo, así que aquellas treinta monedas no significaban nada para él.

Cuentan que el Zebedeo tenía bajo su mando a más de cien hombres armados para defender al maestro, pero el rumor de su inminente detención provocó una total desbandada. Hasta el mismísimo Lázaro y su familia huyeron a Betania.

En realidad todo fue un absurdo diálogo de sordos. La prueba es que a ninguno de los apóstoles se le ocurrió tomar nota de lo que decía aquel hombre, y cuando muchísimo tiempo después trataron de poner su vida por escrito, es probable que sus enseñanzas no fueran bien recordadas.

Dicen que Judas, arrepentido, intentó devolver las monedas con que los sacerdotes pagaron su traición. Según la ley judía, eso le daba derecho a recuperar el bien vendido, pero nadie le hizo el menor caso. Tampoco la ejecución de Jesús reunió multitudes. De entre los suyos, los únicos que se atrevieron a estar fueron Juan Zebedeo, José de Arimatea y una veintena de mujeres entre las que se encontraba su propia madre.

Nadie sabe con certeza lo que ocurrió después. Ningún crucificado podía ser enterrado en cementerio judío, y ninguno de los apóstoles reclamó el cadáver. Jesús tenía que haber acabado sus días en la fosa común de Géhenne, donde las ratas y las alimañas hubieran dado buena cuenta de su cuerpo, y si se libró fue porque José de Arimatea ofreció el sepulcro que poseía entre la Torre Antonia y el Gólgota.

No hicieron un buen trabajo con él. Tenían prisa. Aquel año la fiesta pascual caía en sábado, y por eso la jornada que comenzaba en el crepúsculo del día 7 era doblemente sagrada, así que taponaron con mirra los orificios del maestro, pusieron plumas en sus fosas nasales, le restregaron el cuerpo con una esponja, lo vendaron de forma apresurada y le ataron las manos como dictaba la ley.

Siempre fue un tipo incómodo. Decía que Dios no tenía enemigos, y que nunca enviaría a sus hijos a un mal permanente como era el infierno. Decía que no tenía la menor intención de fundar una iglesia, y que su mensaje sólo necesitaba corazones sinceros, y no palacios o falsas dignidades. Llamaba sepulcros blanqueados a los escribas y a los fariseos, y acusaba a los hijos de Abraham de no querer reconocer al enviado del padre.

Carne de patíbulo.

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