Decia Chesterton que «el pueblo nunca puede rebelarse si no es conservador, al menos lo bastante como para haber conservado alguna razón para rebelarse».

Esto es más cierto aún si de lo que se trata es de rebelarse contra el capitalismo. Benjamin comparó el mundo capitalista con un tren sin frenos que rodaba hacia el abismo. Y en lugar de imaginar la revolución socialista bajo el potente aspecto de una locomotora (como tantas veces se había hecho ya), la comparó con el freno de emergencia. La objeción más definitiva que el ser humano puede hacer a la economía capitalista es que no es capaz de detener, ni siquiera de ralentizar, la marcha. La humanidad ha emprendido un viaje que no tiene estaciones. Incluso los revolucionarios más insensatos han tenido que rendirse a la evidencia de que es imposible competir en velocidad con el capitalismo. Ya en 1848, Marx constataba cómo la economía capitalista había logrado que todo lo sólido se disolviese en el aire. En el año 2009 sabemos hasta qué punto es así. En palabras de Carlos Fernández Liria, «el capitalismo ha atacado este planeta por tierra, mar y aire. Ha reventado el subsuelo terrestre con pruebas nucleares, ha abierto un agujero de ozono en la estratosfera y llenado de misiles las galaxias. Ha desquiciado el código genético de las semillas y ha cubierto de brea los océanos».

Tras apoderarse del mercado del arte y obligar a la belleza a cotizar en bolsa, el capitalismo ha decidido incluso mover de su sitio los glaciares. Esas montañas de hielo habían sido elegidas por Kant como ejemplificación de lo sublime. Lo sublime es aquello que viene demasiado grande a nuestra imaginación, aquello que la imaginación intenta recorrer en vano, experimentando el fracaso de su esfuerzo. Pero lo que es inmenso para la imaginación de los hombres, es pequeño para el capitalismo. Como es sabido, dos glaciares de los Andes chilenos están siendo removidos y desviados para que una compañía estadounidense propiedad de la familia Bush explote unos yacimientos mineros.

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