Me vestí con un traje decente y una corbata fina y encontré en el paragüero el viejo bastón que usaba mi abuelo y alguna vez utilizó mi padre. En la empuñadura tomaba la forma de una cabeza de galgo, gastado del roce de las manos. Me ayudó a sostener mis tobillos. Al menos hasta alcanzar el taxi que había pedido y que Erlinda no quería que tomara en mi estado lamentable camino de la sede de Los Cuervos. Pero aunque ella me posara la palma de la mano en la frente y me repitiera que tenía fiebre, yo sabía dónde estaba mi lugar.
No habían cortado el paso aún en los aledaños, aunque estaba montado un pequeño escenario que prolongaba el edificio de dos plantas de la sede. Era una terracita que envolverían la música y las consignas del dj y en la que, si todo iba bien, aparecerías sonriente y aterrada junto a los altos cargos del partido cuando llegara la hora de la verdad a eso de las doce de la noche, vencido el escrutinio. Ese momento en el que los seguidores gritarían presidenta, presidenta, y tú no sabrías bien cómo reaccionar, si reír o llorar.
Conservaba aún la acreditación oficial y me conocían los porteros, aunque se había triplicado la presencia policial y acceder a la sede fue agónico, especialmente porque mis tobillos seguían insultándome por el paseo de la noche anterior. Me decían: ¿adónde creías que ibas, gordo infame, no te has dado cuenta en todos estos años de que el romanticismo no es lo tuyo? Nos gustabas más cuando solo sentías frío en los pies y en el corazón, cuando no creías en nada.
En la mesa de recepción me devolvieron a la realidad con una amable bofetada. No estaba autorizado a subir a los pisos de los despachos. Arroba, que se asomó a recoger a algún invitado, se interesó por ampliar mi acceso, pero fue imposible que me dejaran subir. Prometió hablar con los de arriba y conseguirme un pase. No volví a saber de él. También vi pasar a Pili Cañamero, que me informó de que tú aún no habías llegado y de que ella no hacía las listas de paso, bastante tenía ya con lo suyo.
-Hoy va a ser una noche larga, Basilio. Yo que tú me iba a casa.
Hubo un revuelo en la puerta exterior, dos coches negros que reconocí porque en la ciudad los usaban Zunzu, Pacheco y los chicos de seguridad. Tania, Carlota y tú salisteis juntas del segundo de ellos. Aitana Banana te había vestido de ganadora, esa chica era inteligente, definitivamente. Ibas de pantalón y chaqueta verde, con una camisa azul que quizá fuera de hombre, pero te otorgaba un aire de mando y personalidad que tantas veces eché de menos en la campaña. Te rodearon los fotógrafos, en eso que siempre llaman nube los vagos de mis colegas, y accediste por la puerta de cristal donde se habían arracimado tantas personas que de pronto temí que no repararas en mí. Pero de algo sirve ser gordo, llevar traje bien cortado y un bastón con empuñadura de galgo.
Me sonreíste con los ojos, habías pasado por la peluquería y te brillaba el decolorado arrubiado. Pero recibí tres fogonazos intensos. Uno era la distancia, el otro era la indiferencia y el otro era la prevención. Los tres disparos de tu mirada me hirieron de muerte. El gordo triste no estaba invitado a la fiesta de las sonrisas, al banquete de tu intimidad, al imaginable placer de tu cuerpo desnudo y tu corazón inteligente. Cuando las cosas caen por su propio peso, yo soy el primero en caer. Es lo que tiene ser gordo. Nos dio el tiempo justo para saludarnos por encima del vocerío. Yo llevaba en el bolsillo de la chaqueta el papel plegado con el borrador del discurso. Pero tú ni lo pediste, porque ya no lo necesitabas, ya no me necesitabas.