«Las historias salían de los labios quemados de José Cid, de la cruz de su entrecejo donde habían estado silenciadas durante años para que la vida no fuera el infierno de compartir quejas entre él y Mariadel, de mostrar lo ya sabido y que se iba acumulando en las venas como veneno. Contaba lo que había ocurrido en Las Quemadas antes y después de 1940 y la sangre corría también dentro, pero las arrugas de la piel permanecían firmes como trincheras. De ahí parecían salir las palabras, la ira, la desdicha, los asesinatos, las traiciones, la sumisión de todos, también de él mismo. (…) Los pobres solo habían cambiado en dos cosas: muchos habían muerto y, los que no, ya no protestaban, admitieron el castigo y trabajaban a cambio de migajas. Los que eran poderosos habían doblado su poder y ahora se permitían la piedad como uno más de los lujos adquiridos.»

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