La revolución es la paz. La reacción es la guerra. Las ideas sociales (justicia, libertad, propiedad, gobierno) se transforman depurándose, resignificándose en cada época por encima de todas las formas de la tiranía. Los dominados estallan cada vez que la dominación se hace insoportable renovando con ello la idea de revolución, pero la idea ha rebasado el límite de la política entrando en el terreno de la economía, y sus protagonistas son ya las clases más bajas de la sociedad.
La ley social es el progreso, eso que Hegel llama «desarrollo del espíritu universal en el tiempo», aunque todavía no es posible desentrañar los mecanismos que la hacen realidad. Solo cuando se cumpla del todo la ley social -tardará siglos- se pondrá fin a las revoluciones y a las miserias.
La reacción es esclava de la tradición histórica, el brazo de la idea de poder, la espada de la propiedad, de la monarquía y de la iglesia. En un mundo iluminado por la razón, la religión es un cascarón hueco e inútil. La iglesia ya no cuenta a la hora de resolver los nuevos problemas sociales. Se siente sin prestigio frente a las masas obreras. Ha perdido su antiguo papel de progreso social y se ha hecho enemiga de los derechos, de la república, de las reformas sociales. Jesucristo no fue mas que un eslabón de la cadena, continuador de Platón y de Zenón. Cristo sistematizó ideas preexistentes. Con ellas cayó el hierro del esclavo, se puso freno a la tiranía, y el ser humano dejó de ver con indiferencia los sentimientos del prójimo, pero no acabó con la desigualdad social, sólo la transformó. La esperanza no está en el cristianismo, sino en el socialismo.
La monarquía es hija legítima de la idea de poder. El hombre teme y crea al rey para que salve su derecho y armonice la libertad de todos. La monarquía toma su legitimidad en el tiempo, pero esa misma antigüedad es su tara principal. En su origen, el humano pecaba de simplismo, de no reflexionar sobre el poder mismo y de entregarlo entero a un solo hombre. Poco científica, la monarquía ha ido adaptándose a los cambios sociales, y al hacerlo se ha ido negando a sí misma, limitándose poco a poco hasta perder toda su esencia, inclinándose ante la soberanía del pueblo. Si pudiera volvería a su pasado absolutista con la excusa de acabar con las disputas internas de sus reinos. La monarquía ha sido útil a la humanidad, un elemento eficaz de progreso. Ha unificado los pueblos, ha creado jerarquías administrativas, se ha enfrentado a las oligarquías. La monarquía es la primera solución al problema de armonizar libertad y orden: matar la libertad para tener orden.
Hoy la monarquía es la negación de la libertad. Sanciona la desigualdad social y ennoblece a las profesiones más lucrativas. Ahí no hay justicia, y por tanto no hay orden. Un rey es un soberano, pero en un estado moderno no pueden convivir dos soberanías. Hoy la monarquía es una rémora para la revolución de las ideas.
La revolución es la paz de los pueblos, la fórmula de la idea de justicia en la última de sus evoluciones conocidas. Representa aún el poder, pero tiende a dividirlo. En religión es atea, en política anarquista en el sentido de que no considera el poder sino como una necesidad muy pasajera. El hombre lo reúne todo en sí y es soberano. Nadie ha de gobernarlo sino él mismo. Todo poder es un absurdo. Quien extiende la mano sobre otro hombre, es un tirano. Cabe destruir ese poder.
Una sociedad de seres soberanos ha de basarse en el consentimiento. Para crearla es necesario acabar no solo con la actual organización política, sino también económica. Esto, hoy por hoy, es imposible. El poder, hoy por hoy, debe estar reducido a su menor expresión. ¿Da fuerza al poder la centralización? Optemos por la descentralización. ¿Le dan fuerza las armas? Arrebatémoselas. Entre la monarquía y la república, optaremos por la república; entre la república unitaria y la federativa, optaremos por la federativa. Ya que no puedo prescindir de las votaciones, universalizaré el sufragio. Dividiremos el poder y lo iremos así destruyendo, anulando también la propiedad sobre los instrumentos de trabajo.
Ese es el credo. No vale esconderlo en aras de asegurar el apoyo de los más. Cuando la idea final se haga hegemónica, será el momento de ejercer el gobierno.