«Yo le advertí que la cosa no era de una día para el otro», dijo el abogado en una pausa del coronel. Estaba aplastado por el calor. Forzó hacia atrás los resortes de la silla y se abanicó con un cartón de propaganda.

– Mis agentes me escriben con frecuencia diciendo que no hay que desesperarse.

– Es lo mismo desde hace quince años -replicó el coronel-. Esto empieza a parecerse al cuento del gallo capón.

El abogado hizo una descripción muy gráfica de los vericuetos administrativos. La silla era demasiado estrecha para sus nalgas
otoñales.

«Hace quince años era más fácil», dijo. «Entonces existía la asociación municipal de veteranos compuesta por elementos de los dos partidos.» Se llenó los pulmones de un aire abrasante y pronunció la sentencia como si acabara de inventarla:

– La unión hace la fuerza.

– En este caso no la hizo -dijo el coronel, por primera vez dándose cuenta de su soledad-. Todos mis compañeros se murieron esperando el correo.

El abogado no se alteró.

– La ley fue promulgada demasiado tarde -dijo-. No todos tuvieron la suerte de usted que fue coronel a los veinte años. Además, no se incluyó una partida especial, de manera que el gobierno ha tenido que hacer remiendos en el presupuesto.

Siempre la misma historia. Cada vez que el coronel la escuchaba padecía un sordo resentimiento. «Esto no es una limosna», dijo. «No se trata de hacernos un favor. Nosotros nos rompimos el cuero para salvar la república.» El abogado se abrió de brazos.

– Así es, coronel -dijo-. La ingratitud humana no tiene límites.»

 

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