Me encontraba en mi propia habitación, sentado junto a la ventana abierta. Me tranquilizaba sentir el bálsamo del aire nocturno, aunque no podía ver las estrellas y sólo una luminosidad brumosa me señalaba la presencia de la luna. ¡Cómo te añoraba, Janet! ¡Te añoraba con todo mi cuerpo y toda mi alma! A la vez humilde y angustiado, le pregunté a Dios si no llevaba bastante tiempo desolado, afligido y atormentado para merecer probar de nuevo el éxtasis y la paz. Reconocí que me merecía todo lo que me había sucedido y le dije que no podía soportar mucho más, y el principio y el fin de mi angustia salió involuntariamente de mis labios para formar las palabras: «¡Jane, Jane, Jane!»
-¿Dijo usted esas palabras en voz alta?
– Sí, Jane. Si alguien me hubiera oído, me habría considerado loco por la fuerza rabiosa con la que las pronuncié.
– ¿Y fue la noche del pasado lunes, alrededor de la media noche?
– Sí, pero la hora no tiene importancia; lo curioso es lo que sucedió después. Creerás que soy supersticioso (algo de supersticioso hay en mí y siempre lo ha habido, pero esto es la verdad) lo que voy a relatar es la verdad. Cuando exclamé «¡Jane, Jane, Jane!», oí una voz, no sé de dónde procedía, pero sí sé de quién era, que decía: «¡Voy; espérame!» y un momento después, susurradas en el viento, las palabras: «¿Dónde estás?»