«Una tarde de otoño, recién llegada del colegio, fue a visitar a su abuela Carolina. La puerta no estaba cerrada y la casa parecía desierta; lo primero le pareció normal, porque en el pueblo nadie cerraba las puertas durante el día, pero lo segundo no. Buscó a su abuela en la cocina, el comedor y las habitaciones, hasta que la encontró en el corral, con su tía Felisa y su tía Abdulia. Las tres acababan de encender una hoguera y la veían arder. Las saludó, contempló un instante las llamas y les preguntó qué estaban quemando. No le contestó su abuela, sino su tía Felisa.
– Son las cosas de tío Manolo -dijo.
Incrédula, Blanca Mena observó otra vez la pira: el fuego devoraba en efecto ropa, libros, libretas, cartas, papeles, fotografías, de todo. Volvió una mirada de horror hacia su abuela, que parecía hechizada por las llamas.
– Pero ¿qué habéis hecho? -preguntó.
No recordaba si fue su tía Obdulia o su tía Felisa quien la tomó de un hombro.
– Anda, hija -suspiró, fuera quien fuese, señalando la fogata-. ¿Y para qué queremos eso? ¿Para seguir sufriendo? Lo quemamos y se acabó.»
(Fragmento)