Yo no podía saber quién era el ciego, ni a dónde iba ni lo que al llegar a su casa descubriría por el sutil tacto de los dedos que habrían palpado un mundo de cosas, pero nada como aquel hallazgo, red negra y opaca que cae sobre el alma y dura toda la vida.
En una nube de polvo lo vi aparecer: la calle aullaba recorrida por la helada estridencia de la sirena y por compactas sacudidas del aire cada vez que el estruendo resonaba sordamente y transmitía su vibración al pavimento y a las fachadas que en cualquier instante podían rajarse de arriba abajo y derramar una cascada de ladrillos, hierros y balcones retorcidos en una gigantesca nube gris y roja, semejante a una sustancia densa, de ligero polvo y humo, que tardaría breves minutos en desvanecerse ante los ojos de los que, horrorizados, la mirasen avanzar.