La clase obrera no esperaba de la Comuna ningún milagro. No tienen ninguna utopía lista para implantar por decreto del pueblo. Saben que, para conseguir su propia emancipación, y con ella esa forma superior de vida hacia la que tiende irresistiblemente la sociedad actual por su propio desarrollo económico, tendrán que pasar por largas luchas, por toda una serie de procesos históricos, que transformarán las circunstancias y los hombres. Ellos no tienen que realizar ningunos ideales, sino simplemente librar los elementos de la nueva sociedad que la vieja sociedad burguesa agonizante lleva en su seno. Plenamente consciente de su misión histórica y heroicamente resuelta a obrar con arreglo a ella, la clase obrera puede mofarse de las burdas invectivas de los lacayos de la pluma y del pedante patrocinio de los doctrinarios burgueses bien intencionados, que vierten sus perogrulladas de ignorantes y sus sectarias fantasías con un tono sibilino de infalibilidad científica.

Cuando la Comuna de París tomó en sus propias manos las riendas de la revolución; cuando, por primera vez en la historia, simples obreros se atrevieron a violar el privilegio gubernamental de sus «superiores naturales» y, en circunstancias de una dificultad sin precedentes, realizaron su labor de un modo modesto, concienzudo y eficaz, el viejo mundo se retorció en convulsiones de rabia ante el espectáculo de la Bandera Roja, símbolo de la República del Trabajo, ondeando sobre el Hôtel de Ville.

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