Mi entrada en el grupo surrealista se produjo como algo sencillo y natural. Fui admitido a las reuniones que se celebraban diariamente en «Cyrano» y, alguna que otra vez, en casa de Breton, en el 42 de la rue Fontaine.
El «Cyrano» era un auténtico café de Pigalle, popular, con putas y chulos. Llegábamos, generalmente, entre cinco y seis de la tarde. Las bebidas consistían en «Pernod», mandarín-curaçao y picón-cerveza (con una gota de granadina). Esta última era la bebida favorita del pintor Tanguy. Bebía un vaso y luego otro. Al tercero, tenía que taparse la nariz con dos dedos.
Aquello se parecía a una peña española. Se leía, se discutía tal o cual artículo, se hablaba de la revista, de un testimonio que había que dar, de una carta que había que escribir, de una manifestación. Cada cual exponía su idea y daba su opinión. Cuando la conversación debía girar en torno de un tema concreto y más confidencial, la reunión se celebraba en el estudio de Breton, que quedaba muy cerca. (…)
Al igual que todos los miembros del grupo, yo me sentía atraído por una cierta idea de revolución. Los surrealistas, que no se consideraban terroristas, activistas armados, luchaban contra una sociedad a la que detestaban utilizando como arma principal el escándalo. (…)
La mayoría de aquellos revolucionarios -al igual que los señoritos que yo frecuentaba en Madrid- eran de buena familia. Burgueses que se rebelaban contra la burguesía. Éste era mi caso. A esto se sumaba en mí cierto instinto negativo, destructor que siempre he sentido con más fuerza que toda tendencia creadora. Por ejemplo, siempre me ha parecido más atractiva la idea de incendiar un museo que la de abrir un centro cultural o fundar un hospital.
Pero lo que más me fascinaba de nuestras discusiones del «Cyrano» era la fuerza del aspecto moral. Por primera vez en mi vida, había encontrado una moral coherente y estricta, sin una falla. Por supuesto, aquella moral surrealista, agresiva y clarividente solía ser contraria a la moral corriente, que nos parecía abominable, pues nosotros rechazábamos en bloque los valores convencionales. Nuestra moral se apoyaba en otros criterios, exaltaba la pasión, la mixtificación, el insulto, la risa malévola, la atracción de las simas. Pero, dentro de este ámbito nuevo cuyos reflejos se ensanchaban día tras día, todos nuestros gestos, nuestros reflejos y pensamientos nos parecían justificados, sin posible sombra de duda. Todo se sostenía en pie. Nuestra moral era más exigente y peligrosa pero también más firme, más coherente y más densa que la otra.