A medida que se acerca la apertura de las Cortes Constituyentes, crece la agitación anticlerical. En las redacciones se resucita una canción que se cantaba en la época de la ley del candado, con música de la Corte del Faraón:

Los obispos están indignados, Canalejas los quiere moler…

No resulta muy difícil encontrar estos días en Madrid a canónigos, curas y autoridades eclesiásticas vestidos de paisano. Vienen a ver qué pasa y a observar. Uno entra a veces en un café y ve la coronilla de un clérigo reflejada en un espejo. Encuentro a curas de Barcelona. Le cuento a uno de ellos -con el que tengo confianza- la canción referida y me contesta:

– Desgraciadamente, no todo están indignados…

Y me cuenta esta anécdota de un obispo valenciano:

– Le hablaban al señor obispo de las crecientes dificultades que tienen las monjas de clausura para cumplir su angélica misión. Estas monjas se dedican a la oración, y a hacer toda clase de dulces y excelentes confituras. Con la República, están presas de un miedo cerval, y viven con los oídos detrás de la puerta y el martillito del corazón atento al menor ruido exterior.

«Las oraciones de estas señoras -decía el señor obispo con ademán filosófico- no me preocupan, la verdad… Más tarde o más temprano esto se va a arreglar satisfactoriamente. Las confituras, en cambio, ¡ah, las confituras! ¡No sé por qué, pero me parece que tendremos que pasarnos para siempre sin aquellas delicadas confituras conventuales…!»

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