Iba a ser. Mi padre iba a estrenar por fin. Para todos nosotros era tal vez demasiado, algo que casi no cabía en nuestra comprensión. Sólo para él era aquello una lógica consecuencia del primer paso, el que comenzó al salir en un tren de los baratos de la estación del Norte, allá en Valencia.

-Tenía que llegar este momento, ¿no os lo decía yo?

Confieso que me daba pena verle tan alegre. Recordaba las alegrías de otros estrenos inminentes, todos fracasados y hundidos con su cortejo de ilusiones en una angustia peor que la de antes. Las ilusiones, por eso, me daban verdadero pánico. No quería comprometerme con ellas ni aceptar lo que ofrecían. Era mejor prescindir de su voz, aunque fuera hermosa, por temor a que después se volviera un áspero graznido. Como cuervos o pájaros feroces de esos de mal agüero. Pero, ¿quién arrancaba de sus manos -de sus garras- a mi padre? ¿Quién, a aquel hombre agotado casi de la lucha con tantas cosas sucias, le iba a sacar de la esperanza, ya en tan avanzado estado de gestación?

-Ni esperanzas ni ilusiones, ¿eh? Que esta vez va de veras. Es la certeza. ¡Salimos de miserias por fin, Clara! Volveremos a Valencia. Compraremos allí una masía. Yo, con mis propias manos, trabajaré la tierra. A la chica le va a sentar aquello de maravilla, y a éste, no digamos. ¡Irás a la playa todo lo que quieras, Melchor! Hemos de conseguir enseñarle a nadar a esta cobarde.

¿Iremos también a Gandía?

¿A Gandía? ¿Para qué? Compraremos huertos de naranjos iguales o mejores que los de ellos. No nos hará ninguna falta Gandía. Deja que el carlistón del tío lo sepa. Revienta de la rabia.

Una vez nos llevó al teatro. La gente allí era amistosa y cordial. Las actrices me besaban y a mi padre le palmoteaban la espalda los actores.

-Bravo, Martorell, bravo. La cosa marcha.

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