«Cuando llegaron a la barbería, sacaron de allí la momia del Santo Cristo de Burgos y la colocaron en uno de los sillones. Era una imagen articulada del siglo XIV, con el cuerpo modelado con carne embalsamada de vacuno, totalmente flexible. El peluquero ajustó la altura del sillón con el pedal y lo enfrentó con el espejo.

– Esto, cuando se lo cuentan a los turistas, no se lo creen, ¿verdad? -comentó Sansón, dirigiéndose a Gorostiza.

Rodrigo se encogió de hombros. A él no le parecía extraño que al Cristo le crecieran los cabellos y las uñas y que cada mes hubiera que llevarle allí para «hacerle un arreglo». Cosas más raras se habían visto.

El mozo de la barbería colocó en la pechera del crucificado el paño azul celeste con el que protegían las ropas de los clientes.

– Mira, parece un pistolero de Albiñana.

Todos rieron la gracia. Era verdad, se trataba del mismo color de la camisa de las juventudes fascistas, el azul purísima. Sansón comenzó a desenredarle con el peine la melena y se la humedeció. Después cogió sus tijeras y las chascó sonoramente en el aire.

– Bueno, muchacho, tú dirás, ¿cómo se lo dejo?

Rodrigo no esperaba esta pregunta.

– No sé, como sea costumbre.

– Ah, no hay costumbre. Aquí todo lo hacemos al gusto del cliente y cada canónigo tiene su estilo. No es lo mismo peinarlo cuando lo manda traer don Pedro Mendiguren que cuando lo hace don Ricardo Gómez Rojí, faltaría más. ¿A ti quién te ha hecho el encargo?

– El deán, don Emilio Rodero.

– Yo no sé qué estilo le gusta al deán. ¿Qué hacemos?

Gorostiza no tenía tiempo de volver a la catedral a consultarlo, así que se decidió:

– Pues… Como es verano, déjeselo cortito.

Sansón parecía muy satisfecho con la respuesta.

– Sí, señor. Le vamos a dejar al Cristo hecho un quinto, vamos allá.

Y se lanzó a dar tijeretazos en las greñas.»

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