Rue de Bruxelles, 21, bis.- Una gran casa, con el doble portal siempre cerrado. Al través de los espejos sin azogue de las ventanas del piso superior brilla el bronce de las lámparas, y entre los tapices antiguos se destacan como manchas de nieve brazos de mármol, cabezas de estatuas; los amigos mudos y eternamente bellos que acompañan al artista en su soledad.
El timbre estremece un augusto silencio de casa señorial, y al abrirse la puerta recibe el visitante una bocanada de esa atmósfera de los museos, hálito del amontonamiento de cosas antiguas que parece la respiración de la Historia.
Las jardineras del portal son sarcófagos romanos con teorías de amorcillos y plañideras, en cuya cavidad marmórea, de un suave color de ámbar, crecen las plantas sombrías; las paredes desaparecen cubiertas por telas vistosas, relieves de altares, frontones escultóricos de la Vía Apia y cuadros modernos de pintores revolucionarios que sostuvieron al lado del maestro la tenaz batalla contra las tradiciones artísticas. en un gran lienzo, frente a la escalera, la Verdad surge del pozo con su espléndida desnudez y se retuerce entre los brazos de un esbirro enmascarado que pretende hacerla suya. Es el símbolo de la vida del gran artista.
Soriano y yo subimos guiados por un criado hasta el famoso estudio del maestro, pieza medioeval con gigantesca vidriera gótica, tantas veces reproducida por la fotografía y el grabado. Antes de haberla visto, los admiradores de Zola estamos ya familiarizados con ella como si fuese la habitación donde vinimos a la vida. Detrás de los cortinajes de impenetrable espesor, se adivina el dormitorio con su famoso lecho como un monumento rodeado de verja, y las demás piezas, de un lujo artístico y antiguo, amontonado por el novelista a punta de pluma, con el frio y rabioso deseo de vengarse de los años de miseria sufridos en el Barrio Latino.
Un paquete de negras lanas pasó arrastrando por debajo de los tapices, y saltó en el estudio un gozquecillo de ojos de diamante, delatando con su ladrido alegre y su gordura satisfecha el bienestar de las bestias que acompañan a un matrimonio sin hijos. Cuando más ocupados estábamos en defender nuestros pantalones de sus saltonas patas, una mano cuadrada, fuerte, de piel rugosa, levantó el cortinaje; avanzó después una manga de lana azul, y en el obscuro cuadro de la puerta brillaron unos lentes. Estábamos en presencia del maestro.
Vicente Blasco Ibáñez