Nadie tiene derecho a apoderarse de una sola de esas máquinas y decir: Es mía; para usar de ella, me pagaréis un tributo por cada uno de vuestros productos. Como tampoco el señor de la Edad Media tenía derecho para decir al labrador: Esta colina, ese prado, son míos, y me pagaréis por cada gavilla de trigo que cojáis, por cada montón de heno que forméis.

Basta de esas fórmulas ambiguas, tales como el derecho al trabajo, o a cada uno el producto íntegro de su trabajo. Lo que nosotros proclamamos es el derecho al bienestar, el bienestar para todos.

El bienestar para todos no es un sueño. Es posible, realizable, después de lo que han hecho nuestros antepasados para hacer fecunda nuestra fuerza de trabajo.

Sabemos que los productores, que apenas forman el tercio de los habitantes en los países civilizados, producen ya lo suficiente para que exista cierto bienestar en el hogar de cada familia. Sabemos, además, que si todos cuantos derrochan hoy los frutos del trabajo ajeno se viesen obligados a ocupar sus ocios en trabajos útiles, nuestra riqueza crecería en proporción múltiple del número de brazos productores. Y en fin, sabemos que, en contra del pontífice de la ciencia burguesa (Malthus), el hombre acrecienta su fuerza productiva con mucha más rapidez de lo que él mismo se multiplica. Cuanto mayor es el número de hombres que hay en un territorio, tanto más rápido es el progreso de las fuerzas productivas.

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