Un momento se distrajo Beatriz y el Príncipe murmuró al oído de Augusta:
-¿Quieres quedarte hoy sin los pendientes?
Augusta contestó con aquella risa sonora y clara que semejaba bortoteo de agua en copa de oro:
-¡Príncipe! ¡Príncipe!… No me tiente usted.
Luego, volviéndose a Beatriz, quedóse un momento contemplándola con alegre expresión de amor y de ternura.
-Ven aquí, hija mía. Este caballero…
Y señalaba al Príncipe con ademán gracioso y desenvuelto. El Príncipe saludó.
-Ya lo ves cómo se inclina… ¡Jesús, qué poco oradora siento!… En suma, hija mía, que me acaba de pedirme tu mano…
Beatriz dudó un momento; después, abrazándose a su madre, empezó a sollozar nerviosa y angustiada…
-¡Ay mamá! ¡Mamá de mi alma!… ¡Perdóname!
-¿Qué he de perdonarte yo, corazón?
Y Augusta, un poco conmovida, posó los labios en la frente de su hija.
-¿Tú no le quieres?
Beatriz ocultaba la faz en el hombro de su madre, y repetía cada vez con mayor duelo:
-¡Mamá de mi alma, perdóname!… ¡Perdóname!
-¿Pero tú no le quieres?
En la voz de Augusta descubríase una ansiedad oculta. Pero de pronto, adivinando lo que pasaba en el alma de su hija, murmuró con aquel cinismo candoroso que era toda su fuerza:
-¡Pobre ángel mío!… ¿Tú has pensado que las galanterías del Príncipe se dirigían a tu madre, verdad?
Beatriz se cubrió el rostro con las manos.
-¡Mamá! ¡Mamá!… ¡Soy muy mala!…
-¡No, corazón!
Augusta apoyaba contra su seno la cabeza de Beatriz. Sobre aquella aurora de cabellos rubios, sus ojos negros de mujer ardiente se entregaban a los ojos del poeta. Augusta sonreía, viendo logrados sus ensueños de matrona adúltera.
-¡Pobre ángel!…¡Quiera Dios, Príncipe, que sepa usted hacerla feliz!
El Príncipe no contestó. Acariciábase la barba y dejaba vagar distraído la mirada. Pensaba si no había en todo aquello un poemetto libertino y sensual, como pudiera desearlo su musa.