«Éramos sembradores diligentes, que prendíamos la chispa de la guerra contra los usurpadores de la gloria de Dios, los opresores de Su pueblo. Vi hoces transformarse en espadas, azadas convertirse en lanzas, y hombres sencillos dejar el arado para trocarse en los más impávidos guerreros. Vi a un pequeño leñador tallar un gran crucifijo y ponerse a la cabeza de las filas de Cristo como el capitán del más invencible de los ejércitos. Vi todo esto y vi a aquellos hombres y a aquellas mujeres unir su fe y hacer de ella una bandera de venganza. El amor animaba los corazones con ese único fuego que nos inflamaba interiormente: éramos libres e iguales en el nombre de Dios y habíamos hendido las montañas, detenido los vientos, dado muerte a todos nuestros tiranos para hacer realidad Su reino de paz y de fraternidad. Podíamos hacerlo, por fin podíamos hacerlo: la vida nos pertenecía.»

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