El albañil apareció en la puerta del salón.
– Ya está. Venga a verlo.
Traía una llave grande, de hierro. Explicó que colgaba de un clavo, en la misma puerta, tapiada como ella. «Quise abrir, pero está recia. Habrá que echar aceite en la cerradura.» La puerta, desembarazada, cerraba el final del pasillo: grandota y tosca, de un verde sucio, reforzada de hierro.
Pagó al albañil, le acompañó hasta el zaguán: todavía charlaron un poco y liaron unos pitillos. El albañil se quejaba del mal tiempo. «Con esta lluvia no salen más que chapuzas.» Se marchó, cobijado, con el rapaz, bajo un enorme paraguas. Carlos, antes de subir, buscó en la cocina algún hierro que le sirviese de palanca. No encontró nada. Se acordó de las tenazas de la chimenea. Con su ayuda, pudo abrir la puerta.